lunes, 13 de octubre de 2008

Carta a un destinatario sin destino


He regresado, no hay duda. Hoy a las cinco y doce de la tarde siento el mismo ardor de hace algunos meses, la misma angustia. Me siento igual de desorientado dentro de mí mismo, casi no puedo saber dónde estoy; y justo cuando se suponía que debía ser más feliz. El no saber nos hace felices, qué duda cabe, pero parece que aquello que busco es la infelicidad perpetua. No gano nada sabiendo por qué apesta la basura, qué es lo más hediondo entre lo hediondo. Eso no hace bien, lo sé, pero me gusta, me hace sentir libre, que conozco tanto del crimen como aquellos que lo cometieron. Me hace sentir que agudizando un poco el olfato puedo sentir el olor de quellos cuerpos hirviéndose en esa cama, en esa mala noche.

Y algunas otras cosas más, claro está, pero la noche es lo importante.

El servicio postal, como muchas cosas en este país, en realidad como casi todas, es una mierda. El destino de una carta es casi invariablemente morir entre otras muchas que, como ella, nunca llegaron a las manos indicadas. Tú sabes que este país es una mierda, tú más que yo sabías que si enviabas una carta por el servicio postal jamás iba a llegar. ¿Por qué lo hiciste entonces? No estoy seguro, pero creo saber por qué. Querías limpiar tu conciencia con esa carta, jugar con el destino. Si me llegaba, mala suerte para ti, me enteraría de todo y, si no te odiaría, desconfiaría de ti toda mi vida. Por otro lado, si no llegaba hubiera sido perfecto, hubieras tenido la conciencia tranquila, ya que trataste de hacer las cosas de la mejor manera, contándomelo todo, pero, maldita sea, el azar no quiso que la carta llegara a mis manos.

Pero alguna vez tenía que jugar el destino de mi lado, mi pequeña. La carta sí llegó y, sí, aunque dudé, la leí. Pero no te odio. Si voy a desconfiar de ti el resto de mi vida no lo sé, tal vez sí, pero ese ya es otro tema. Vamos a la carta, a la carta que, de las dos que sé escribiste, llegó a mis manos.

Es muy larga, no la transcribiré toda, no tengo tiempo. Debo llegar temprano a nuestra cita. Sólo copiaré las partes más interesantes, aquellas que, como leves golpes en el estómago, hicieron que se me vaya de a pocos el aire.

Empezaste con un hola, como siempre, y poco a poco fuiste dibujando el adiós. Que me querías, que era especial, que todavía sentías mucho por mí, pero que también por otra persona. Lo nuestro fue como una bola de nieve, escribiste, que poco a poco fue creciendo hasta hacerse insostenible, hasta devorarnos a los dos. No pudimos escapar, y como siempre que uno no tiene salida, nos entregamos a lo inevitable, en este caso al amor. Te deseé como a nadie y a pesar que sabía que no era lo mejor, me entregué a ti como una niña a un juguete nuevo. Fueron las dos semanas más maravillosas que pasé en mi vida. Pero me fui, y debes saber que si lo hice fue porque tú me soltaste la mano. No sé qué hubiera pasado si me hubieras dicho te quiero una vez más, si me hubieras dado un beso más, si me hubieras mirado como antes. Prefiero no pensar en eso, ya no quiero saber nada. Sólo sé que nunca me quisiste como yo a ti, y eso me duele mucho. Por eso me voy, sin rumbo, como cuando llegué a ti. No sé si te amo de verdad, pero me muero por decírtelo. TE AMO. Adiós.

¿Sabes cuál es el problema de todo esto, mi pequeña? Que el servicio postal en este país es una mierda, como casi todo, y ahora ya no sé si tú sabes que casi todo es una mierda. La carta que debía llegarle a él me llegó a mí. Y yo, a diferencia tuya, no diré aquello que muero por decir.

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